Ante el mazado recibido, Monsanto demandó inmediatamente, una vez más, a las autoridades de la OMS, la retractación.
Pero esta vez ya no pudo ser. Monsanto había llegado a torcerle el brazo a la EPA, la agencia de protección ambiental de EE.UU., que en 1985 ya había establecido, tras investigaciones, la clasificación de “posiblemente cancerígeno para humanos” del glifosato.
La presión de Monsanto se hizo sentir con una lluvia de informes favorables y en 1991, la EPA retiró la calificación que ahora, en 2015, 24 años después, se vuelve a poner.
Esta vez, empero, el dictamen suena definitivo. En el Reino Unido, en España, en Noruega, en Francia, en Argentina, en EE.UU., ya no solo en la OMS, van lloviendo las investigaciones incontrastables. [2]
Diversas organizaciones y grupos críticos de la agroindustria y la quimiquización de los campos, aquí también, en Uruguay se han hecho eco de que el “inocente e inocuo” glifosato produce cánceres. Y no sólo cánceres. Es la lucha de Por Uruguay Sustentable o del Instituto Nacional por los Derechos Humanos, por ejemplo.
Sin embargo, ¿qué vemos entre los referentes y personeros del “campo”, en rigor de la agroindustria?
En primerísimo lugar, no registran la última decisión de la OMS, ni siquiera con los consiguientes antecedentes, muy pesados, para prohibir el glifosato (algo que conlleva el cuestionamiento de los transgénicos, puesto que la mayoría de tales “eventos” están amparados para su desarrollo y madurez en la barrera de un pesticida en particular; el glifosato).
El 5 de abril desde la Agro-Expoactiva nacional el cotidiano montevideano El Observador titulaba: “La soja es la madre de todas las batallas”.
Si bien la resolución condenatoria data de aproximadamente el 20 de marzo informes lapidarios sobre el carácter altamente tóxico del glifosato y sus coadyuvantes venían de mucho antes (véase la enumeración sucinta e incompleta mencionada en n. 2); ya recordamos la advertencia de Arpad Pusztai, pero tan recientemente como en diciembre 2014,