Por Pablo Palicio Lada, Movimiento Antinuclear del Chubut, 15 de marzo de 2016
Análisis e investigación de una tragedia inconclusa.
Esta crónica pretende ser un llamado que reafirme el rechazo a la energía de origen nuclear y que ayude a comprender los enormes peligros presentes en todo el ciclo, desde la minería a la gestión final de los residuos. Argentina no está exenta de riesgos.
Un Fukushima en potencia se erige en Buenos Aires, a 100 km de capital federal. Con tres centrales construidas y la cuarta por concretarse, la amenaza atómica estará siempre latente. Lejos de pretender generar desasosiego, el presente trabajo es una invitación a la denuncia y al compromiso ciudadano para impulsar un cambio en la matriz energética que inicie la urgente transición a las energías limpias, renovables y descentralizadas.
El 11 de marzo de 2011 un terremoto de magnitud 9 sacudió Japón generando el devastador tsunami que golpeó la costa noreste de la isla con olas que superaron los 30 metros de altura. El letal maremoto arrastraba casas, destruía pueblos y se llevaba 20.000 vidas.
Las pérdidas económicas se calcularon en cientos de miles de millones de dólares. El más potente terremoto jamás registrado en ese país generaba imágenes que recorrían el mundo como escenas del Armagedón. La destrucción del fenómeno natural impactó en la audiencia mediática planetaria.
Pronto nos enteraríamos que en Fukushima se gestaba la peor tragedia nuclear civil de la historia humana. Sus impredecibles consecuencias persistirán por cientos de años y su final sigue siendo incierto. Si algún desprevenido todavía creía en el mito de una industria nuclear limpia, segura y barata, y Japón lograba conservar cierta aura de eficiencia y de infalibilidad tecnológica (a pesar de un amplio historial de fugas radioactivas, incidentes y “accidentes”[1] en sus plantas) Fukushima desterraría definitivamente esas fantasías.
La fusión del núcleo de tres reactores del complejo Daiichi en las unidades 1, 2 y 3 y el casi colapso de la pileta de desechos radioactivos de la unidad 4 escaparon a cualquier escala de medición de accidentes que no contemplaban semejante situación. Los reguladores nucleares nipones ni siquiera preveían que un terremoto y un accidente nuclear pudieran ocurrir a la vez.
Los peores desastres de la historia, Three Mile Island en Estados Unidos y Chernobyl en Ucrania -el más grave hasta ese momento-fueron resultado de la fusión de un solo núcleo, y aun así, 30 años después, la tragedia de Ucrania nos sigue recordando su vigencia, la emisión radioactiva nunca se detuvo. (Ver recuadro aparte: comparación de casos) Imaginar el escenario de la fusión de tres reactores en la pequeña isla de Japón y su prolongación en el tiempo estremece.
Génesis de una tragedia
En la década de los años sesenta la compañía norteamericana General Electric comenzó la construcción de la primera unidad del complejo nuclear Fukushima Daiichi compuesto por seis centrales diseñadas íntegramente por la corporación norteamericana.
Los edificios con forma de cubo se ubican en línea frente a la costa, aunque las primeras cuatro unidades se aprecian más próximas al océano que las unidades cinco y seis, situadas tierra adentro y a mayor altura sobre el nivel del mar. La decisión de General Electric de remover grandes cantidades de suelo para que las primeras cuatro centrales queden cerca de la costa se debió a motivaciones técnicas y económicas: de esta manera bombear el agua para enfriamiento de las plantas colapsadas presentaría facilidades y menores costos.
Las unidades cinco y seis, construidas posteriormente, subsanaron este error y se hicieron a mayor altura y distancia. Al día de hoy uno de los problemas más serios en Fukushima es el agua subterránea que fluye directo a los sótanos de las centrales, transformándola en un líquido altamente radioactivo que debe ser bombeado y acumulado en miles de tanques distribuidos sobre una enorme superficie.
Los tanques con agua radioactiva se acumulan por todos lados
Aunque el terremoto por si mismo ya había producido severos fallos en el complejo y éste (ni ningún otro en el mundo) está preparado para un sismo de magnitud 9, la llegada del tsunami con una ola de 15 metros de altura superó con facilidad la barrera de contención que soportaba olas de sólo seis metros.
El agua anegó las centrales anulando los sistemas de suministro eléctrico de emergencia y otras instalaciones vitales que impidieron el enfriamiento de los reactores y provocaron la fusión en el núcleo de tres de ellos. Durante los primeros días del desastre la empresa “Tokyo Electric Power Company” (Tepco) – la mayor generadora de energía de Japón y tercera del mundo- negó la fusión e intentó mostrar que tenía la situación bajo control.
El jefe de gobierno de entonces Naoto Kan[2] declaró que la compañía retaceó información y lo dejó al margen de las decisiones; al punto de enterarse de la primera explosión en las centrales a través de la televisión. Cuatro días después del desastre, Tepco y la agencia reguladora nuclear japonesa, minimizaban los riesgos ante el público pero secretamente pedían autorización al primer ministro para que todos los trabajadores evacuen la planta porque de otro modo probablemente morirían.
Naoto Kan rechazó esta posibilidad, abandonar las centrales implicaba la fusión en cadena de todo el complejo y una emisión descomunal de radioactividad que hubiese hecho inhabitable a gran parte del territorio de Japón. Esta confesión, salida de la boca de quien tenía el mando en Japón, ejemplifica la gravedad de lo que estaba sucediendo por esos días.
Naoto Kan denunció también la existencia de una red de poder paralelo llamada la “aldea nuclear”, un lobby atómico integrado por Tepco, y por políticos, funcionarios e investigadores de la universidad que se encargan de suprimir toda declaración en contra de la energía nuclear y evitar además la denuncia de sus peligros. Son responsables de financiar partidos políticos, medios de comunicación y tienen la capacidad de destruir carreras y realizar campañas difamatorias. En Japón los barones del átomo manejan en las sombras los resortes del poder.
Al igual que en Chernobyl fueron seres humanos anónimos los que dejaron sus vidas para evitar una catástrofe mayor. Los llamados “héroes de Fukushima” arriesgaron todo manteniéndose en sus puestos en los primeros momentos.
Cientos de voluntarios y trabajadores de la central, con la ayuda de bomberos y militares, apagaron incendios, restablecieron la electricidad, limpiaron escombros y bombearon agua de mar para intentar enfriar los maltrechos reactores y las piscinas de combustible. Muchos de ellos sucumbieron a la radioactividad, incluido el director de la central de entonces Masao Yoshida, víctima de un cáncer de esófago.
En cierto modo el azar jugó a favor del pueblo japonés y que la tragedia no fuera mayor: los primeros días el viento soplaba hacia el este a través del océano pacífico con lo cual buena parte de la fuerte radiación de esas primeras horas deambulaba sobre extenso mar.
El 15 de marzo el viento rotó hacia el noroeste contaminando Tokio[3], la ciudad más poblada del planeta. La capital japonesa, de 36 millones de habitantes, quedó severamente contaminada como pudo certificarlo el prestigioso ingeniero nuclear estadounidense Arnie Gundersen,[4] analista de muestras al azar en distintos puntos de la megalópolis.
Luego de examinarlas, concluyó que en Estados Unidos serían consideradas como desechos radioactivos peligrosos. La otra razón azarosa es que el accidente sucedió un viernes, detalle increíblemente importante porque de haber ocurrido al día siguiente -durante un fin de semana- otro sería el destino de Japón.
Al momento del desastre había unos 1000 trabajadores ubicados entre Fukushima Daiichi y Fukushima Daini que pudieron llegar rápidamente al lugar del siniestro. Durante los fines de semana el staff se reduce al mínimo porque Tepco (como la mayoría de las centrales nucleares) no quiere correr con el costo de mantener todo el equipo de trabajo en los días de descanso.
Con las carreteras destruidas por el terremoto, los trabajadores habrían estado demasiado lejos como para llegar a tiempo. Es difícil predecir cuál hubiera sido el escenario ante esta situación, pero hay muchas probabilidades de que hubiesen perdido el control del lugar y con esto los niveles de radiación emitidos habrían impedido acercarse a Fukushima. La corrupta industria nuclear cree que los desastres respetan feriados.
Tepco no escapa a la conducta habitual de las corporaciones nucleares que pretenden ocultar la realidad de una actividad inviable que condena a un futuro incierto la vida de las presentes y futuras generaciones. Decenas de radioisótopos generados en los fusionados reactores de Fukushima infectarán la tierra por miles de años.
El objetivo de la empresa y del gobierno es mostrarle al público que Fukushima es un problema que puede resolverse, un error humano o una tragedia natural que se arregla con más medidas de seguridad y controles, justificando de esta manera la puesta en marcha de los 48 reactores nucleares que estuvieron apagados durante cuatro años[5], permitiéndoles continuar por el camino nuclear en una de las regiones más sísmicas del planeta. Un camino que podría conducir al abismo.
Tepco contaba con un amplio historial de mentiras, engaños y corrupción. Durante décadas falsificó documentos que evidenciaban graves problemas: fisuras en el reactor, fugas radioactivas, violación de medidas de seguridad. El ingeniero nuclear Yukitero Naka vio como silenciaban las advertencias sobre estos problemas.
Kei Sugaoka inspeccionó durante años las centrales de Fukushima y sufrió la falsificación y el ocultamiento de sus lapidarios informes. Esta es la ética de la corporación nucleoeléctrica que sigue al frente de las operaciones para decomisar el complejo nuclear de Fukushima y poner bajo control un desastre -que a cinco años de iniciado- está lejos de lograrse.