El Movimiento de los Sin Tierra (MST) de Brasil, en su lucha por la Reforma Agraria identificó un cambio estructural en la propiedad de la tierra. Desde antes de 2005, la mayoría de las luchas por tierras habían dejado de ser contra “fazendeiros” (hacendados individuales) y se desarrollaban ahora contra sociedades anónimas mayormente representantes de capitales financieros. Los clásicos “coroneles” terratenientes habían sido sustituidos en las negociaciones por batallones de abogados corporativos. Y la confrontación pasaba a tener aspectos muy diferentes.
En las naciones que alojan el enclave transgénico Sudamericano, se pueden identificar cambios importantes tanto en la estructura -como en el caso antes citado-, como también en la infraestructura y la superestructura de los países. Los más evidentes son los cambios estructurales porque ellos tienen como consecuencia casi inmediata el descontento popular y las confrontaciones. Pero existe una interrelación entre estas transformaciones que a veces es difícil de identificar. En la infraestructura de los países sojeros sudamericanos dominan las inversiones estatales que no provienen de necesidades o avances en la situación de sus poblaciones, sino de necesidades específicas de la acumulación de capital imperialista. La infraestructura necesaria para el transporte de los recursos nacionales extraídos por las corporaciones ocupa las preocupaciones principales de estos gobiernos.
Las grandes movilizaciones urbanas de junio 2013 en todo Brasil -más allá de las maniobras gubernamentales para cambiarles el contenido, o la confusión en que se sumergió la “izquierda” heredada del siglo anterior ante la situación inesperada- se iniciaron por el aumento del boleto urbano a lo que de inmediato se agregó la protesta por las deficiencias en la salud y la enseñanza pública. Allí hay un primer componente estructural que deviene de la expulsión de la población rural hacia ciudades cada vez menos sustentables. El deterioro de la movilidad urbana que hizo explotar a las poblaciones en las grandes ciudades, es la consecuencia no sólo de este aspecto. También de un sistema global de transporte público en los municipios, estados y la Unión, estructurado en base a empresas concesionarias o permisionarias, es decir privatizado en su totalidad. A los concesionarios no les interesa ni la comodidad ni el bajo costo para el usuario, su preocupación es acrecentar las ganancias.
Mientras tanto los Programas de Aceleración del Crecimiento (PAC I y II) de las dos presidencias de Lula con un costo de 1 billón 248 mil millones de US$ apuntaron a realizar las obras de infraestructura necesarias en carreteras, ferrovías, puertos, para el traslado de granos y otros productos primarios, con destino a la exportación, así como para el mejoramiento de las comunicaciones y los aeropuertos, ambos imprescindibles para su comercialización. El mismo objetivo tiene el Plan Nacional de Logística lanzado por Dilma en agosto de 2012 y que ella denominó “festival de licitaciones”, en medio del descontento de junio pasado, para lograr el apoyo de la burguesía nacional.
Las inversiones en infraestructura de los gobiernos del PT no estuvieron dirigidas a modificar positivamente la desigualdad que existe en el país. La más clara lectura de la situación social de Brasil se puede sintetizar en pocas cifras: mientras que por su PIB el país alcanzó el 6º lugar en la economía mundial, ocupa la 84º posición entre 189 países en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) mundial. El IDH, con limitaciones, mide el grado de desigualdad del país. En la atención de salud Brasil ocupa el lugar 72º. En la educación, recordemos que en enseñanza básica (primaria) más de la mitad de alumnos del 3er año son analfabetos, y que casi el 60% de los jóvenes entre 18 y 20 años no terminan la enseñanza media.
En el plano infra-estructural, algo similar pasa en Argentina con la profunda crisis del transporte ferroviario desde la provincia hacia Buenos Aires. La privatización del transporte ferroviario y como consecuencia su deterioro, combinada con el crecimiento de la población suburbana, ha desembocado en graves accidentes que impulsan conflictos reivindicativos.
Estos cambios infraestructurales benefician tanto al agro-negocio, como a la minería a cielo abierto y las plantas productoras de celulosa. En Uruguay, se planifican obras faraónicas como el mineroducto para transportar el concentrado de hierro en una corriente de agua desde la mina Aratirí en Valentines hasta la costa atlántica de Rocha, con el desperdicio y contaminación de millones de litros de agua. Obras que no aportan ningún beneficio a la población del país, que es quién las terminará financiando y pagando. Lo mismo se puede afirmar sobre la construcción de un puerto de aguas profundas para el transporte de los minerales y los granos. O la habilitación del puerto oceánico turístico y deportivo de La Paloma como depósito y embarque de los troncos de eucaliptus producidos en el este del país para trasladarlos con menor costo hacia el río Uruguay. Habilitación impuesta a la población del balneario por medio de represión policial y judicial. Ejemplos todos de desarrollo infraestructural que se impone por medio de presiones del aparato represivo y la justicia, o se legalizan en el legislativo, beneficiando exclusivamente a las corporaciones expoliadoras de recursos naturales.
En tercer lugar están las transformaciones super-estructurales. Ya dimos un ejemplo con el crecimiento de la representatividad de la bancada “ruralista” del Congreso brasileño su crecimiento y poder de despojar tierras campesinas o comunitarias y aprobar los peores procedimientos del agro-negocio, incluido el trabajo esclavo. En la actualidad están centrados en la aprobación de Proyectos de Enmiendas Constitucionales que favorezcan los intereses de la agro-industria. Como la PEC 215 que detendría el otorgamiento de tierras indígenas. Algo que ya es un hecho aceptado por el gobierno del PT.