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Después de pasar más de dos semanas sin Silvia en Avia Terai, Ángel, al cuidado de los cinco hijos, estuvo tomando sus recaudos: cada día salió a su trabajo de ladrillero llevándose a los chicos con él antes del amanecer. Sin despegarse ni un momento, hizo con ellos las compras, el lavado de la ropa, ordenó la casa. En Buenos Aires, mientras tanto, Silvia siguió en esta habitación que ya no tenía el globo rojo de helio ni las figuritas de hadas en la pared, porque Aixa había preferido guardarlas para su casa.
En la mañana del martes, cuando trajeron el desayuno, Silvia imaginó que el día iba a transcurrir en una nueva rutina aburridísima, pero en cambio recibió dos noticias.
La primera, el nombre de la enfermedad que tiene Aixa, y que devela el misterio: nevo melanocítico congénito, una mutación genética que hizo que las células encargadas de producir melanina y dar color a la piel sufrieran una migración errónea y se acumularan anormalmente, imprimiéndose como marcas caprichosas. En la mayoría de los casos, esa falla es casi imperceptible: un lunar, pecas, alguna mancha más grande.
Para unos pocos como Aixa la manifestación es gigante, un espeso parche oscuro —el que ella tiene en la espalda— con infinidad de satélites pigmentados de distintos tamaños, algunos coronados por gruesos pelos negros. La segunda noticia fue la fecha de la operación para la extracción y biopsia de los tumores: el día siguiente.
Pero si Silvia no sintió entusiasmo con la noticia fue porque, después de que el pediatra le diera el diagnóstico, y el cirujano las indicaciones para la operación, entró al cuarto el médico genetista encargado de analizar el caso en el laboratorio.
Hay sólo 92 médicos genetistas registrados en la sociedad que los núclea en Argentina. Uno de ellos, el tesorero, es Luis Marcelo Martínez: un hombre que roza los 40 años, robusto y exitoso, dueño de la empresa Gentrix, dedicada a estudios prenatales. Hasta esa mañana, Silvia no había escuchado su nombre. Tanto ella como Marco Vernaschi se referían al profesional que estudiaría el caso de Aíxa en el laboratorio como el genetista de la clínica. Pero Martínez entró a la habitación y, en un tono que Silvia encontró entre burlón y prepotente, le preguntó cómo se le ocurría decir que lo que tenía su hija había sido provocado por agroquímicos.
“¿Quién te dijo a vos que lo que tu hija tiene es culpa de los agroquímicos?”, dice que le dijo Martínez. “Tu hija tiene un problema genético. Si tuviera algo que ver con los agroquímicos todos en el pueblo nacerían iguales.”
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—Hay aviones que están fumigando a miles de personas todo el tiempo —dice Martínez, en la oficina administrativa de la clínica donde el fotógrafo Marco Vernaschi lo citó para pedirle explicaciones.
Es una habitación pequeña, con un escritorio y una computadora que lo ocupa casi por completo. Todo el calor de diciembre está arrumbado en ese cuartucho. Junto a Martínez está la coordinadora de la clínica: una señora de poco más de sesenta años, voz suave, tailleur gris y zapatos bajitos que no quiere pararse, no quiere sentarse, que daría lo que fuera por no estar ahí, a punto de perder a una paciente por la que pagan en dólares o al único médico genetista de su staff. Vernaschi repite la pregunta, una y otra vez: ¿Por qué Martínez ingresó a la habitación e increpó a la paciente?
—Si la señora se sintió avasallada porque yo le digo algo que está fuera de lo que quieren escuchar, es un tema. Si tiene un problema con el que está fumigando, es otro. Yo te hablo de ciencia.
—Nosotros pedimos que le hicieran estudios genéticos, no nos imaginamos que la persona que estuviera a cargo iba a tener una postura tomada antes de hacerle los estudios —dice Vernaschi, mirando alternadamente a Martínez y a la administradora.
—No hay ningún estudio genético que le pueda hacer para ver si lo que tiene la nena lo provocaron los agroquímicos —dice el genetista—. Te lo digo como médico. No tengo intereses con ninguna corporación.
—No sé por qué decís eso. Yo no te acusé de nada. Aunque tu postura es muy rara.
—A ver, ¿cuántos casos como el de Aixa hay?
—Tres. Con el de ella tres. Entre 400 niños.
—Si vamos a hablar de amarillismo científico acá no hay nada más que hablar. Yo ya conocía este caso por las revistas y te puedo decir que no hay ningún estudio genético que vos le puedas hacer que te diga: sí, esto fue por efecto directo de un agrotóxico o de lo que fuera. Eso es ciencia ficción.
Mientras tanto, sola en el cuarto, Silvia maduraba una decisión definitiva que le transmitiría a Vernaschi cuando volviera:
—Yo no quiero que ese tipo estudie a Aixa. No me da confianza. ¿Para quién trabaja? Si él ya sabía todo antes de conocer a mi hija ya está, que le saquen lo que le tienen que sacar y listo.
“Con los sojeros es igual”, dice Silvia después. “No preguntan nada. Gritan. Yo no sé si saben por ejemplo que cuando te fumigan te hace llorar, te da ganas de vomitar, te hace doler mucho la cabeza. Si lo supieran, tal vez pensarían de otra manera. Además, no puede ser normal que si el veneno mata plantas, a uno no le haga nada, y menos al bebé que está creciendo adentro de la panza. Pero claro, los que saben son ellos.”
—¿Y si te confirmaran que efectivamente fue así? ¿Que lo que le pasa a tu hija es producto de que a vos te fumigaron estando embarazada?
—Voy y los mato. Y después me tengo que ir. Porque mi casa está rodeada de soja.
La vivienda social que Silvia recibió dos años atrás tiene tres habitaciones, cocina y living. Se trata de una casa para discapacitados construida con dinero del Estado Nacional por la fundación Sueños Compartidos (luego procesada por corrupción): un lote que se extiende hacia los campos de soja y termina junto al hangar donde descansan los aviones fumigadores.