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Cuando en la clínica le pregunté por esa foto, Silvia me miró con ojos furiosos y enterró la conversación por un buen rato, buscando las palabras, o descartando las malas, antes de decirme esto:
—Yo siento que desde que la descubrieron, los periodistas la tomaron a Aixa como si fuera una atracción. Y la mostraron sin permiso. Porque yo nunca quise que ella saliera sola en las fotos, como si viviera desprotegida.
—¿Pero vos sabías que a tu hija la estaban retratando?
—No me acuerdo. Son tantos los periodistas que vienen a Avia Terai: de Alemania, de Italia, de China, de Arabia. Yo a cada uno le expliqué que si querían sacar a Aixa lo tenían que hacer con toda la familia. Y que, además, yo no podía afirmar ni qué era lo que tenía ni por qué le había salido. Yo no sé si los sojeros con sus fumigaciones tienen la culpa de lo que le pasa a mi hija. Como tampoco sé qué hacen los periodistas con sus fotos cuando se van de mi casa.
—Hasta que viste esa foto.
—Hasta que me enteré de que esa foto estaba por todos lados. Fue mi hermano el que me contó porque cuando la vio casi me mata, y lo mismo los vecinos que me agarraron en la puerta de la escuela. Todos me preguntaron cómo exponía a Aixa, cómo exponía al pueblo. Porque acá si te metés con la soja te metés con la guita, con la intendencia; no sabés lo que es vivir ahí.
La fotógrafa Natacha Pisarenko comprende la situación, el dolor, la lucha de vecinos en que se convirtió el campo, sobre todo en un lugar como Avia Terai. “Pero Silvia estaba al lado mío cuando saqué la foto de su hija para AP”, asegura. “Tal vez no imaginó que saldría por todos lados.
Yo tampoco. Eso es inmanejable.” La imagen de Aixa recorrió el mundo como un emblema poderoso. La televisión coreana, por ejemplo, la mostró para desplegar un relato de misterio. “¿Por casualidad han escuchado la historia de la niña de las manchas? Su foto está subida a internet y la llamaron así: la niña de las manchas. Es una niña de aproximadamente seis años.
Tiene en los brazos, las piernas y hasta la cara con grandes y pequeñas manchas que la cubren. ¿Qué está sucediendo con esta niña que vive en Argentina?” La presentadora habla con voz dramática mientras acerca y aleja la foto de Aixa. Luego, presenta a un cronista que viaja a Avia Terai para profundizar la misma historia que todos cuentan: algo envenenó la sangre de mujeres como Silvia, que terminaron pariendo niños pobres sin derecho siquiera a saber el nombre de la enfermedad con que nacieron.
Probar científicamente que la exposición a agroquímicos en zonas rurales genera distintos tipos de cáncer y malformaciones no es una tarea fácil. Los caminos que tienen los científicos para probarlo son la generación de estadísiticas (relacionar el aumento del uso de agroquímicos y con el de determinadas patologías) y la comprobación en laboratorio. Ante las estadísticas, las empresas que defienden la inocuidad de sus productos esgrimen que las poblaciones no están sólo expuestas a agroquímicos, sino a otros contaminantes como metales pesados en el agua.
Ese recurso de desestimación ha sido aplicado en otros casos, como las denuncias que recaían sobre la industria del tabaco. En el laboratorio la búsqueda se divide en dos: reproducir en condiciones de aislamiento qué sucede con embriones de otras especies cuando son expuestos a un veneno, o analizar la sangre de las personas presuntamente intoxicadas y ver si la estructura de sus células está dañada y de qué modo.
Localmente, el primer camino lo recorrió el biólogo molecular Andrés Carrasco, que entre 2008 y 2009 expuso embriones anfibios a dosis mínimas de glifosato y demostró que el herbicida era mutagénico. Antes de publicar sus hallazgos en una revista científica internacional, Chemical Research in Toxicology, Carrasco los dio a conocer a la prensa, lo que inició una campaña de desprestigio en su contra que no terminó ni siquiera cuando la revista publicó su trabajo.
El camino de contar micronúcleos anárquicos de células humanas y aberraciones cromosómicas es el que emprendió Horacio Lucero desde su laboratorio en la Universidad del Nordeste, y es también el que llevó adelante un equipo de investigadores de la Universidad Nacional de Río Cuarto en Córdoba, liderado por el médico veterinario Fernando Mañas. En ese último trabajo, publicado en la Revista Argentina de Pediatría en abril de 2015, se encontró una diferencia significativa entre las células de los niños expuestos a agroquímicos en zonas rurales y el grupo de control urbano, y se expuso que 40 por ciento presentaba alguna patología.
Un mes antes, el IARC —el instituto dedicado al cáncer de la OMS— reunió a 17 expertos de 11 países con estudios de ese tipo, y elevó al glifosato a la categoría de posible cancerígeno. Pero nada de eso parece suficiente, y ni siquiera es tomado en cuenta para atender un pedido que los científicos hacen desde hace años al Estado Nacional: ampararse en el principio precautorio, un derecho constitucional que obligaría a restringir fuertemente las fumigaciones hasta que los estudios fueran conclusivos.
Por el momento Silvia —al igual que 12 millones de personas que viven en las periferias de los campos argentinos según el último censo— sigue dando su batalla.
—¿Qué sucedió cuando en 2013 salió la foto de Aixa?
—Hubo otra reunión con los sojeros. Ellos nos gritaron lo que nos gritan siempre: que llegaron primero. Que antes que nada había campos, que los cam-pos estaban antes que el pueblo. Y que si nos molestan las fumigaciones nos metamos adentro de la casa cuando vemos que despegan los aviones.