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Es 10 de diciembre de 2014. Hace una semana que Silvia y Aixa llegaron a Buenos Aires, y Silvia está exhausta. La panza le pesa más con la humedad. El tiempo en la clínica privada Fundación Hospitalaria transcurre lento, tan lento que ya prácticamente olvidó el viaje en avión, el aeropuerto, las calles de Buenos Aires, el zoológico al que el fotógrafo las llevó antes de internarlas.
Para Aixa, en cambio, lo horroroso, aparte de los pinchazos para sacarle sangre, es el color de la pared. “Parece una habitación de viejitos”, dice mientras pega y despega las figuritas de hadas del esmalte verde oliva que se descascara hacia los ángulos. En el espaldar metálico de su cama dejó sujeto el globo rojo de helio que compraron en el zoológico y que ya empieza a desinflarse.
Sobre la cama hay una muñeca de rizos rubios, todavía con el olor frutado del plástico nuevo. Entre figurita y figurita, Aixa tira del piolín de la espalda y la muñeca repite su nombre y pregunta cómo estás. “Nunca habíamos recibido tantos regalos”, dice Silvia mientras envía mensajes con su celular a su marido y sus otros hijos.
—¿Les escribís todos los días?
—Sí, varias veces por día. Pero lo único que me preguntan es cuándo volvemos.
Silvia no es una mujer ansiosa, pero sí arisca. Tiene la rudeza de los que sobrevivieron y lograron hacerse espacio en un mundo que una y otra vez les recuerda que sobran, que no los necesitan. El fastidio tal vez sea producto de estos días, de estar encerrada y pensar, cada tanto, que esta nueva oportunidad puede ser tan inútil como las anteriores: en Chaco, en los últimos años, a Aixa la vieron varios médicos, le sacaron sangre, le hicieron radiografías, pero nunca pudieron brindarle un diagnóstico certero.
“No te das una idea las veces que la llevé a la salita médica, al hospital de Sáenz Peña, al de Resistencia (capital de Chaco). Y daba lo mismo caminar esas cuadras hasta la salita médica, hacer 25 kilómetros o 400 hasta el hospital: nunca supimos qué tenía.” Por eso un año y medio atrás dejó de llevar a su hija al médico. Porque, más allá de las manchas, Aixa parecía una niña sana y, además, porque Silvia tenía problemas peores: la pobreza, tantos hijos, el cansancio.
—Cuando venía para acá pensaba en mi vecina: ella sí la tiene difícil con la que le tocó. Su hija no se puede ni levantar, ni hablar, sólo crece. Lo de Aixa en ese sentido no es tan grave. Pero por ahí llama más la atención.
Aixa escucha a su madre, atenta. No la interrumpe, no la corrige, no hace nada de todo lo que uno espera de una nena de siete años. Escucha y espera hasta que se hace un silencio hondo y entonces sí:
—La señorita de mi escuela dice que soy la mejor alumna.
—¿Ves? —dice Silvia, guiñándome el ojo con orgullo—. Es inteligente y también me salió creída.
—Y puedo ir a dar una vuelta ahora, ¿no? —pregunta Aixa.
Silvia mira hacia el techo como diciéndole hacé lo que quieras y Aixa me dice: “¿Me acompañás?”
El hospital al que las trajeron es pequeño y especializado en niños. En unos días va a ser Navidad y hay dibujos de Papá Noel en la sala de juegos. Por lo demás, es un lugar oscuro que gira sobre sí mismo como un caracol. El calor lo rellena en las vueltas donde el aire acondicionado no alcanza.
El único espacio con ventanas es el bar. Aixa elige una mesa de dos y la silla que mira hacia la televisión que transmite Discovery Kids sin sonido. Pide un jugo multifruta, una porción de pan tostado y dulce de durazno. El mozo, que no llega a los veinte años y tiene la cara llena de granos, la mira con pena y trae el pedido a una velocidad admirable. Iluminada por la luz del sol que llega del ventanal, los incontables lunares de distintos tamaños que la cubren entera, hasta los dedos, los labios y los párpados, parecieran llamar más la atención. Le pregunto si le molesta.
—No, no me molestan las preguntas —dice.
Tampoco le molesta que alguien escriba otra vez sobre ella.
—Sólo no me gustan las fotos.
—¿Por qué?
—¿Y a vos? ¿Te gustaría?
—¿Qué?
—¿Que él, y él, y él, y él, y él tengan fotos tuyas si ni los conocés?
Las mesas que señala están ocupadas por hombres solos frente a un diario, con una Coca Cola y tazas de café. Aixa me mira fijo mientras revolea con displicencia el pan tostado chorreado de dulce, y se responde sola:
—No. No te gustaría. Bueno, a mí tampoco. Si las fotos que me sacan salieran en mi barrio sería distinto, pero así, entre extraños, imagínate.
Su voz es suave, musical, habla mezclando el vos y el tú de una forma muy graciosa y tiene una belleza exótica que en otro universo podría ser celebrada, pero en éste la acerca a las páginas de ciencia.
—¿Y por qué creés que te sacan fotos?
—¿Si sabes para qué preguntás? Uf. Es fácil. Por esto. Les llama la atención esto —dice, y haciendo una reverencia acaricia el aire que bordea su cuerpo de la cabeza a los pies, la remera blanca con volados en los hombros, el short celeste, las sandalias y su piel: esa piel fina repleta de manchas.
—¿Te molestan?
—Mjm —responde, sacudiendo la cabeza en un no inmenso—. Éstas no me molestan nada. Sólo las otras.
A los tumores que tiene en la espalda no los nombra, no los muestra, nunca los ha dejado fotografiar. No le duelen, pero de un tiempo a esta parte empezaron a crecer. Por eso estar aquí la tiene esperanzada.
—Me dijeron que ésas ya me las sacan todas. Pero todas, ¿eh?