Por Soledad Barruti, Red en Defensa del Maíz, marzo de 2016
La lista de cosas que no tienen los habitantes de Avia Terai incluye agua corriente, un hospital en condiciones y asfalto en la mayoría de las calles. Que alguien en ese pueblo polvoriento y caluroso de poco más de cinco mil habitantes ubicado en el pobrísimo corazón del norte argentino conozca a una estrella de rock europea es improbable. Pero de algún modo ocurrió. Y ocurrió gracias a la lista de cosas que sí tiene Avia Terai: un número insólito de periodistas internacionales y un número aún más insólito de niños enfermos que los atrae.
En 2013, un censo realizado por la misma comunidad contabilizó 101 menores discapacitados. El pueblo no tiene una escuela para ellos. Lo que sí tiene es la posibilidad de participar en Mombay, la única comparsa de discapacitados del país, a la que los chicos del municipio de San Martín, del que este pueblo es parte, asisten cada carnaval, en un extraño acto de celebración o de fe. Algo que también parece haber de sobra por acá.
La fe en Avia Terai se reparte entre las construcciones más nuevas del pueblo. Los templos, de distintos credos, sobre todo evangélicos, están entre las viviendas más antiguas —las que surgieron con los trabajadores que llegaron tentados con las oportunidades del campo de principio de siglo, la expansión ferroviaria y la instalación del matadero que todavía funciona— y entre las más precarias: casas hechas de sobras, madera y plástico que habitan los que llegaron en los últimos años expulsados del monte o huyendo de una miseria peor en asentamientos cercanos. Finalmente, los templos también supieron encontrar su lugar en los barrios jóvenes, los que construyó el gobierno local con el dinero de programas sociales del Estado Nacional a algunas de las madres solteras y los discapacitados.
Lo que piden los creyentes podría ser llamado “derechos” en otros lugares, pero en este pueblo se le llama milagros. Y para obtener milagros en Avia Terai no sólo se reza sino que, además, se practica el raro ritual de mostrarle los pesares a la prensa.
Los vecinos aseguran que antes de la llegada de Getty Images, Al Jazeera, BBC, Associated Press o la CNN, entre tantos, todo era peor: si ahora hay asfalto en algunas calles, un hospital que funciona más o menos, y agua dos horas por día, es porque los periodistas que llegaron para mostrar a esos niños con enfermedades extrañas terminaron por reflejar que, además, esos niños vivían en condiciones deplorables.
A Silvia Ponce le pasó: cree más en Dios que en la prensa pero sabe que fue gracias a que diferentes medios mostraron a su hija que terminó por conseguir una casa. Algo que nunca, en sus 28 años, había tenido.
Nacida en este pueblo, Silvia fue criada a 25 kilómetros, en la ciudad cabecera del municipio, Sáenz Peña, porque sus padres, que trabajaban esporádicamente en la cosecha de algodón, no tenían ni para comer cuando estaban juntos y menos aún cuando se separaron. Por eso la entregaron a su abuela, que la alimentó y vistió como pudo hasta que vio que estaba en condiciones de defenderse sola.
Silvia tenía 14 cuando armó el bolso y volvió a Avia Terai a ver a su padre. Pero no funcionó. Entonces buscó a su madre, y tampoco. Su adolescencia transcurrió en la calle, en su propio pueblo, ante la indiferencia del hombre con el que primero tuvo una hija, después dos, después tres. Aixa nació en 2007 y fue la tercera, la niña de las manchas negras, como la bautizaron en el pueblo, porque nació cubierta de lunares de distintos tamaños, como un yaguareté, un dálmata, algo de otro planeta.
Los vecinos la compararon con muchas cosas, pero sobre todo le huyeron como a la peste. Sin saber de qué se trataba lo que afectaba a su hija, Silvia hizo su propia evangelización entre ellos, convenciéndolos sin demasiadas herramientas de que lo que fuera que tenía Aixa no era contagioso. Aunque el misterio que rodeaba su enfermedad recién se resolvería años después.
Aixa creció sin diagnóstico ni tratamiento y con ella, además de las manchas, crecieron los tres tumores informes que le sobresalían de la espalda. Eso era lo que realmente asustaba a Silvia, la parte del cuerpo de su hija que no le dejaba ver a nadie.
Tampoco a Ángel, el hombre que conoció cuando Aixa empezaba a caminar y con el que se casó. Mucho menos a los periodistas que de la noche a la mañana empezaron a visitar Avia Terai con cámaras de fotos y filmadoras para mostrar los efectos que estaba teniendo el boom de la soja, un cultivo transgénico que los empresarios del agro habían logrado extender desde el corazón de la región pampeana hasta los pueblos del norte del país, convirtiendo a algunos de ellos en un rejunte absurdo de casitas en medio de un verde fogoso, y a sus habitantes, que empezaron a ser fumigados junto con los campos, en un experimento a cielo abierto.
El secreto de este cultivo de semillas transgénicas introducidas en Argentina en 1996 por la empresa Monsanto es su capacidad para sobrevivir al herbicida llamado glifosato: un veneno que mata toda planta que no sea la soja, volviendo la producción agrícola mucho más sencilla.
Debido a que este cultivo no necesita prácticamente de mano de obra, y al fuerte impulso de sus precios internacionales, en 15 años la soja se extendió sobre las pasturas de los históricos campos ganaderos y los tambos, sobre tradicionales estancias frutales, sobre montes y bosques nativos de los que ahora queda apenas 30 por ciento. Según datos del Ministerio de Economía, la soja pasó de ocupar cinco millones de hectáreas a 20 millones: casi 60 por ciento del suelo cultivable en la Argentina, la principal exportación y 30 por ciento de las divisas que ingresan del exterior.
En ese camino también creció exponencialmente el uso de agroquímicos, que aumentó en mil por ciento. Se trata de 330 millones de litros (200 millones de glifosato y más de 100 millones de otros) que empezaron a ser pulverizados sobre los suelos, los techos de las casas, los tanques de agua, las panzas de esas mujeres que, cuando nadie hablaba de los enfermos, salían a mirar los aviones como quien sale a ver una remontada de cometas.
Si bien la empresa siempre aseguró que el glifosato es inocuo, y que no es necesario combinar ese agroquímico con ningún otro, las sospechas sobre la aplicación mucho mayor de ese producto (sospechas confirmadas por los datos comerciales, que exponían números de venta de herbicidas que superaban ampliamente los dos litros por hectáreas recomendables), sus combinaciones con otras sustancias más tóxicas y el daño que el combo productivo podía generar, empezaron a aparecer en diferentes partes del país.
En provincias como la del Chaco, los médicos registraron pueblos donde los nacimientos con malformaciones habían aumentado dramáticamente (en 2010 un informe de salud y contaminación encargado por el Ministerio de Salud de esa provincia revelaría que el aumento había sido de 400 por ciento).
También se encontraron cada vez con más casos de abortos espontáneos, cáncer (el mismo informe establecía 30 por ciento de afectados en algunos pueblos, cuando la media nacional es de 18), alergias y enfermedades raras que se manifestaban bajo la forma de escamas o manchas en la piel. Hubo científicos en el Chaco que pidieron colaboración al gobierno para profundizar sus estudios, como el bioquímico Horacio Lucero, que desde mediados de los noventa no dejaba de sorprenderse con lo que estaba viendo en su laboratorio, donde analizaba la sangre de esas madres, padres y bebés. Pero las alarmas fueron desoídas, o enterradas en comisiones de investigación que se desarticularon al poco tiempo de inaguradas.
En ese contexto, los vecinos afectados entendieron que volver visible el problema podía ser un modo de salvarse. Por eso, al igual que otras madres, Silvia mostró a Aixa en los diarios y la televisión y respondió con paciencia las mismas preguntas de los periodistas que querían saber si le habían arrojado pesticidas estando embarazada, si sabía el peligro que escondían los agroquímicos, si alguien había establecido el vínculo entre la enfermedad de su hija y esos venenos. Ella respondía sí, no, y no.
Antes de cumplir cinco años, Aixa había sido retratada, junto con otros niños de su barrio, en medios locales y algunos internacionales. Cada visita de los periodistas implicaba horas de grabación, jornadas agotadoras que, en algún momento, Silvia empezó a creer no le servían para nada más que para incomodar el ritmo familiar que, con tantos hijos, era de por sí agitado.
Pero, cuando estaba madurando la idea de dejar de atender a la prensa, la llamaron de la intendencia para ofrecerle una casa. Porque no quedaba bien que, además de la enfermedad, mostraran que en ese pueblo se vivía en ranchos que se caían a pedazos, y que las mujeres como ella andaban juntando agua de los charcos en tambos de herbicida.
En su nuevo hogar, Silvia recibió a una serie de periodistas más. Aixa posó para la cámara haciendo su tarea de la escuela, jugando con otros niños, escondida detrás del cuerpo de su madre. Hasta que Silvia volvió a preguntarse para qué le serviría todo eso y tomó la decisión de no volver a recibir a los periodistas, pero entonces ocurrió algo todavía más inesperado:
Marco Vernaschi, uno de los tantos fotógrafos que habían pasado por su casa, la llamó para decirle que un músico inglés, del que ella nunca había oído hablar, había visto su caso en una revista y ofrecía todo el dinero que hiciera falta para realizarle un tratamiento y resolver la incógnita más compleja: si los agroquímicos eran los responsables de que la niña hubiera nacido así.
Silvia entendió que se trataba de un milagro, tal vez el primero de Avia Terai, y después tuvo que ponerse a pensar en muchas cosas más. El fotógrafo le había dicho que a Aixa la iban a atender en la ciudad de Buenos Aires, pero ella estaba a poco de parir a su séptimo hijo y, si se iba, dejaría a su marido solo atendiendo a los otros cinco, uno de ellos un bebé que apenas había pasado el año. Además, ella nunca antes había tomado un avión en su vida y no podía imaginarse cómo sería la ciudad.
Pero el fotógrafo, que creó una fundación en Argentina llamada Biophilia, desde la cual se impulsarían economías regionales y se realizarían campañas contra los agroquímicos, ya tenía todo preparado: un médico amigo se ofrecía a asesorarlo, una clínica privada estaba dispuesta a aceptar un depósito de dinero en una cuenta en Suiza, y diciembre de 2014 y enero de 2015 libres para ocuparse del asunto.
Silvia sólo tenía que conseguir un certificado que dijera que su embarazo era de seis meses para poder volar sin problemas, armar un bolso y contarle todo esto a la menor cantidad de personas posible, porque lo único que había pedido el músico a cambio era mantener el anonimato.